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Estaba al lado de María, acariciándole suavemente el pelo mientras dormía,
y me sentía el chico más afortunado del mundo. Ella había cambiado mi vida y lo
mínimo que se merecía era que hiciera un sacrificio por nuestra relación. Lo
tenía decidido, no había vuelta atrás. Me di cuenta que no podía vivir sin ella
en cuanto cogí el primer avión para venir a verla después del accidente.
De repente escuché un pitido. Era una de las máquinas que estaban en la
habitación del hospital. A mi pequeña le pasaba algo. Estaba muy asustado, pero
hice lo primero que se me ocurrió: llamar rápidamente al médico.
Daniel no tardó ni un minuto en llegar y segundos después también estaban
ahí dos enfermeras. Intentaron reanimarla sin éxito, hasta que decidieron
llevársela para una operación urgente. Yo quise entrar, pero no me dejaron. Me
quedé en la puerta mientras ella se debatía entre la vida y la muerte. Me sentía
la persona más inútil del mundo. ¿De qué le servía a ella todo mi amor si no
era capaz de hacer nada? No dejaba de pensar en nuestro único beso y lo que
realmente quería era volver a tenerla entre mis brazos y no soltarla jamás.
Después de una hora esperando junto a su madre, el médico salió y se nos acercó. En su cara se notaba la tristeza, pero no queríamos
perder la esperanza.
- Siento deciros esto, os juro que he hecho todo los que
estaba en mis manos, pero el corazón de María no ha superado la operación. –
dijo el médico con los ojos llenos de lágrimas –
- ¡Esto no puede ser verdad! ¡Usted dijo que se estaba
recuperando sin complicaciones! – gritó
Ana, su madre –
- Su hija ha sufrido un infarto en el último momento. Su
corazón ha luchado hasta el final, pero me temo que no hemos podido hacer nada más.
Lo siento muchísimo. – contestó Daniel –
La madre de María rompió a llorar y yo lo único que pude hacer fue
abrazarla. Sentía como si alguien estuviera clavándome mil cuchillos en el
corazón. Estaba hundido, destrozado y se me habían quitado las ganas de vivir.
Sin ella no quería seguir adelante. No podía haber pasado en un momento peor;
justo cuando estábamos cerca, con muchos besos y abrazos pendientes y millones
de planes para el futuro. No era capaz de hacerme a la idea de que una persona
tan joven y llena de vida nos había abandonado.
Ese día soleado se transformó en uno nublado y lluvioso. Era como si María,
desde algún lugar, estuviera llorando a través de la lluvia por no poder seguir
más en nuestras vidas. Yo me sentía vacío y ya ni sabía si mi corazón se había
roto en mil pedazos o ya no lo tenía, porque no era capaz de distinguir nada más allá del dolor.
El día del entierro no me sentía capaz de salir de su habitación. Quería
recordar su olor, ver sus fotos, su ropa y sus libros amontonados desde la
última vez que había estudiado.
En el último momento decidí salir a despedirme de ella junto a los demás.
Llegaron todos sus amigos, familiares y parte de los profesores que le habían
dado clases desde el instituto hasta la universidad. Nunca me había sentido tan
vacío. Cada vez que miraba a mi alrededor me parecía verla, pero dos segundos
después ya no estaba. En el ambiente se respiraba tristeza y yo me derrumbé
delante de todos. Le pregunté a su madre si podía quedarme unos días con ella y
me dijo que sí sin pensarlo.
Pasaban los días y yo no era capaz de seguir con mi vida. Dormía en su
habitación y sentía su olor cada segundo. Por las noches tenía la extraña
sensación de que alguien me abrazaba y quería creer que era ella, pero mi
cabeza me decía que me estaba volviendo loco.
Meses después ya vivía solo en un pequeño piso alquilado, gracias a que mis
padres hacían el esfuerzo de mantener mi vida de universitario en otro país.
María ya no estaba y a pesar de mis intentos fallidos de olvidarla, parecía
como si el corazón se me partiera cada vez en más pedazos en vez de unirse de
nuevo. Su tumba era como un refugio para mí los días que me invadía el dolor y
la lluvia me recordaba a nuestras conversaciones, en las que tantas veces me
decía que adoraba tumbarse en el sofá y escuchar las gotas pegando en el
cristal.
Fin.