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De repente me desperté en un mar de dudas. No sabía dónde estaba, si estaba
soñando, si me había desmayado, o qué era lo que había pasado conmigo. Lo
primero que vi fue un rostro perfecto, con sus primeras arrugas, lo que lo
hacían más especial aún. Era mi madre y estaba sorprendida de verme despierta,
pero al mismo tiempo ocultaba tras sus ojos marrones una gran preocupación.
Yo, como la niña ingenua que siempre fui, pensaba que estaba soñando y que
por la mañana escucharía el despertador y, tras posponerlo un par de veces,
seguiría con mi aburrida vida.
Pasados unos cuantos minutos, me di cuenta de que todo lo que veía a mi
alrededor se parecía a un hospital. Sus paredes blancas, sus lámparas que me
deslumbraban y me dificultaban todavía más la misión de reconocer la habitación,
su ambiente lleno de desesperación, miedo, frustración, incertidumbre; sí,
definitivamente estaba en un hospital.
El que parecía ser mi médico me habló con una voz angelical:
- Hola, María. Soy Daniel, tu médico. Has sufrido un
grave accidente de coche. Tienes muchas lesiones pero te recuperarás
lentamente.
- ¿Accidente? ¿Lesiones? Pero si esta semana tengo un
examen, yo me tengo que ir. –dije preocupada -
- Tranquila. No te preocupes por eso. He hablado con tus
profesores y están todos dispuestos a hacerte exámenes de incidencia cuando
estés recuperada. –contestó mi madre para relajarme -
- Lo único que necesitas ahora es descansar. Si tienes
cualquier problema puedes llamarme y aquí estaré. –dijo el médico antes de irse
y acariciarme suavemente el pelo -
Solamente pude fijarme en sus ojos azules y su sonrisa cautivadora, ya que
no recordaba nada y tampoco me habría servido de mucho intentar comprenderlo en
ese momento.
El día transcurrió sin más, con la comida sin sabor de ese sitio que tanto
odiaba y las enfermeras merodeando por la habitación, haciéndome todo tipo de
pruebas.
Continuará
[...]
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